Vivimos una época en la que se han diversificado los discursos feministas, en especial aquellos relacionados con un tema que parecía superado ya en el siglo xxi: «El derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo». Un derecho que afecta a muchos dilemas: la abolición o regularización de la prostitución; las prohibiciones e imposiciones religiosas; las tiranías estéticas; los intentos de legalizar el alquiler de una mujer para comprarle su hijo tras dar a luz…
Una época, en la que las mismas prácticas que antes se defendían, en muchos casos acogiéndose al orden divino, a la biología, o a la tradición, hoy se argumentan y amparan en la libre elección, el empoderamiento y la diversidad cultural.
Una época, en la que la trampa de apelar a la libertad individual de cada una de nosotras, para justificar y permitir que se abuse de las mujeres, aunque no es algo reciente, se ha ampliado y “ha cargado de legitimidad”.
Ya lo decía con claridad Rousseau en el lejano siglo XVIII, en El contrato social: la auténtica libertad surge de las condiciones materiales. Quizá la solución pasa por que «nadie sea tan pobre como para querer venderse y nadie sea tan rico como para poder comprar a otros». Sólo así la mujer conseguirá, de verdad, decidir sobre su cuerpo.