Estos últimos días se han unido una serie de noticias cuando menos interesantes: una madre se ha quejado porque a su hija le han prohibido ir con hiyab al colegio; una mujer, queriéndose aumentar los pechos, ha comprado unos de ‘segundo uso’ más baratos y ha acabado con una infección que casi le cuesta la vida; en Podemos, una de las candidatas a las primarias para la elecciones europeas ha aparecido con hiyab y, por último, cada día más jóvenes acuden a las clínicas de cirugía plástica para parecerse a sus selfis retocados.
Estas noticias, todas ubicadas en nuestro país, están unidas por una característica: hablan de la imposición de criterios estéticos a la mujer. Entrado el siglo XXI, las mujeres occidentales seguimos sometidas a determinadas exigencias estéticas -cirugía y velo, dos caras de la misma moneda- lo que nos convierte en la imagen de la sumisión a una imposición ideológica que nos considera culpables por el simple hecho de ser mujer. En el fondo todo es un dogma de fe, ya sea en el capitalismo como en las religiones.
Hace poco, Mimunt Hamido desató la polémica en una carta dirigida a Podemos. La activista melillense acusaba a la formación morada de enarbolar el emblema del feminismo y, al tiempo, de perpetuar la imagen de la mujer sometida, permitiendo que una de las representantes en su lista a las próximas europeas llevara hiyab. La también activista egipcia Mona Eltahawy, en el libro ‘El himen y el hiyab’, cuestiona el hecho de que “los occidentales callan solo por respeto a las culturas extranjeras, apoyando los elementos más conservadores de esas culturas”; mientras no nos callamos cuando, por ejemplo, vemos un crucifijo en las paredes de nuestras escuelas. Es más, aceptamos con respeto multicultural su Ramadán y nos parece ridículo no comer carne en Semana Santa.
No le falta razón a Eltahawy. El buenismo de cierta izquierda obliga a respetar un hiyab en aras de una cultura que no respeta a las mujeres, mientras esa misma izquierda critica, con razón, el sometimiento de la mujer en Occidente a según qué cánones estéticos opresores. Ni qué decir tiene que no debemos tolerarle al imán lo que no le toleramos a un cura.
Parece claro que, por una parte, el hiyab -y otras versiones de cómo cubrir a la mujer musulmana-, y, por otra, la estética occidental -corporal o de vestimenta- provienen del mismo mecanismo, y nos llevan al mismo pensamiento: ¿quién manda aquí? Y para las dos la respuesta es la misma: los hombres. No en vano, ambas vestimentas y actitudes nacen de la ideología -religiosa o de mercado- que reivindica que el cuerpo de las mujeres está, única y exclusivamente, pensado para complacer a los hombres; ya sea dejándolo solo para disfrute de los ojos del marido, y por eso las cubren, o mostrándolo a los ojos de todos como posesión, que no están dispuestos a compartir.
Pensamiento opresor
Ambas actitudes parten del convencimiento de que las mujeres tenemos la obligación de gustar. En ambas la imagen prima por delante de la felicidad. En ambas, el hiyab y las faldas estrechas o los pechos operados, son dos caras de la misma moneda para las que no vale la libertad de decidir, aunque nos la vendan como tal, porque en realidad se trata del control del cuerpo de las mujeres y su sometimiento al deseo masculino.
Pero debemos estar alerta, ya lo dijo Simone de Beauvoir: “El opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos”. Todas aquellas feministas que se creen que defienden una libre decisión, sin quererlo, forman parte de ese pensamiento opresor. ¿Cómo podemos aceptar que en aras de la libertad religiosa alguna izquierda considere que en nuestro país tapar a las mujeres es un modo de empoderamiento feminista, cuando las religiones monoteístas, desde siempre, se han dedicado a ahogarnos? O ¿cómo podemos aceptar que otras sean esclavas de dietas y cirugías para conseguir la atracción de esos hombres?
No podemos aceptar lo anterior, como no podemos, apoyándonos en lo cultural o en lo religioso, respetar la ablación, las corridas de toros, llegar vírgenes al matrimonio o las peleas de gallos. Deberíamos plantearnos cómo se forman los deseos de las mujeres que nos maquillamos, nos ponemos tacones o se tapan la cabeza con un hiyab. Por eso debemos plantarnos; no podemos permitir que la religión o el mercado nos obliguen a llevar lo que ellos quieran, ni que decidan sobre nuestra moral, mucho menos en los espacios públicos, y menos todavía en los colegios. Debemos poner límites a las tradiciones cuando estas atentan contra los derechos humanos.
El feminismo solo puede ser laico. Ni la religión ni el mercado pueden marcar la agenda de las mujeres.
https://www.elperiodico.com/es/opinion/20181214/nuestra-moda-es-nuestro-hiyab-articulo-opinion-carmen-domingo-7198546